February 13, 2005

AUN SOBRE EL PUPITRE

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¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Terminó nuestro
espantoso viaje,
El navío ha salvado todos los escollos, hemos ganado
el premio codiciado,
Ya llegamos a puerto, ya oigo las campanas, ya el
pueblo acude gozoso,
Los ojos siguen la firme quilla del navío resuelto y audaz;
Más; ¡oh, corazón, corazón, corazón!
¡Oh, las rojas gotas sangrantes!
Ved, mi Capitán en la cubierta
Yace frío y muerto.
¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Levántate y escucha las
campanas;
Levántate, para ti flamea la bandera, para ti suena el
clarín,
Para ti los ramilletes y guirnaldas engalanadas, para
ti la multitud se agolpa en la playa,
A ti te llama la masa móvil del pueblo, a ti vuelve sus
rostros anhelantes;
¡Ea, Capitán!¡Padre Querido!
¡Que tu cabeza descanse en mi brazo!
Esto es un sueño: en la cubierta
Yace frío y muerto.

Mi Capitán no responde, sus labios están pálidos e
inmóviles,
Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso, ni
voluntad,
El navío ha anclado sano y salvo; su viaje, acabado y
concluido,
Del horrible viaje el navío victorioso llega con su
trofeo;
¡Exultad, oh, playas, y sonad, oh, campanas!
Mas yo con pasos fúnebres,
Recorro la cubierta donde mi Capitán
Yace frío y muerto.

Walt Whitman

Existen películas tan fuertemente ligadas a mí y a unas circunstancias determinadas en períodos clave de mi existencia, que me resulta difícil ser objetiva y racional con ellas, aunque pueda entender y respetar semejante visión de las mismas, no la voy a compartir; en cuánto a las visiones más negativas, sé que son tan parciales como yo, y entiendo que odien la poesía, que rechacen los métodos del señor Keating por parecerles perniciosos para unos adolescentes poco preparados y de mentes maleables en exceso, que descontextualicen los hechos acaecidos en el film para tildarlo de machista y racista, que cataloguen cualquier sentimiento provocado por una ficción como “manipulación emocional” o que directamente se vean retratados en Mr. Nolan o el arribista pragmático de Cameron y no puedan soportarlo. Es comprensible que se sientan contrariados.

Una vez aclarado esto, vamos a entrar en antecedentes: en el momento del estreno en España de “El club de los poetas muertos” de Peter Weir, contaba quince años de edad y amén de ser testigo del fenómeno social que supuso, llegue a formar parte de él, de una forma un tanto casual: bien podría no haberla llegado a ver cuando me era necesario, puesto que nuestra profesora de Historia alegó que era peligrosa para llevarnos a ver “Cyrano de Bergerac” en su lugar.
Por entonces, cursaba estudios en un internado femenino religioso de la capital de la isla, más por protegerme a mí de los demás que viceversa, pero al mismo tiempo, ello me dejaría fuera del mundo casi toda mi adolescencia, viviendo en un cruce entre una película de la posguerra española y el musical “Annie”, sobre todo por las condiciones en las que vivíamos: dormíamos todas en una gran sala con literas de hierro, vigiladas día y noche por una monja presumiblemente centenaria que habría sido abandonada por su novio en el altar allá por el siglo XIX, que de algún modo conseguía pasar toda la noche despierta, sentada en una banqueta en el centro del dormitorio. Cuántas madrugadas abría los ojos de improviso –dormía arriba, con el piloto de seguridad encendido toda la noche iluminándome la cara de rojo, por lo que que me despertaba sobresaltada con frecuencia- y la veía allí, mirándome fijamente cual vampiro de Salem’s Lot. Lo peor es que no dejaba de hacerlo cuando te vestías.
Además, la muy bruja solía apagar el grifo del agua caliente para ahorrar, nuestra calefacción consistía en una estufa de butano que llevábamos rodando desde nuestra “sala de estudio” –cualquier clase del segundo piso o la biblioteca, en realidad- al dormitorio, la comida la hacían las señoras de la limpieza con más desdén y rabia que otra cosa, a juzgar por lo insípido de los rebozados continuos, y los inspectores de sanidad sufrían una extraña variedad de ceguera por la que jamás vieron que la nevera estaba totalmente oxidada ni a las cucarachas que podían pasarte por encima del zapato, en los minutos cruciales de una evacuación de residuos cualquiera.
Con decir que la residencia a la que iría mi hermana justo el año después de abandonar yo la cárcel de mujeres me parecía que podía estar bien porque tenías habitación propia, podías salir sin permiso y al parecer, había rumores de que tenían televisión…por lo que sé, en la actualidad, las condiciones son igual de dickensianas y las monjas siguen siendo así de espléndidas, siempre que se les pague religiosamente todos los meses una cantidad de la que no dudo se destina gran parte a iniciativas piadosas, como alfombras persas y bandejas de pasteles en el desayuno, a fin de evitarles otras tentaciones a las hermanas.

Las clases eran impartidas por una caterva de impresentables al servicio del conservadurismo más rancio, y entre ellos brillaba con luz propia la mencionada profesora de Historia: con ella habíamos dado ya Historia del arte en primero de B.U.P., y habíamos sido testigos de su peculiar comportamiento, que continuaría en segundo, en el que seguía humillando públicamente a cualquiera que osara llevarle la contraria; a mí me tuvo meses levantándome cada día para contar un chiste racista con acento de Mammie en “Lo que el viento se llevó” hasta que un día dije “Me niego a contar este chiste” y respondió “Ese es muy bueno, siéntate”, aparte de obligarme a ir a un examen final, perseguirme con una grapadora por toda la clase y luego decirme que estaba aprobada y que me largase.
No es que fuese mala profesora en cuánto a contenidos -que entonces los había , qué tiempos-, pero intentaba imponernos sus muy dudosas ideas sobre lo que debía ser una señorita, y aparte de crípticas advertencias tipo “Ahora no es buen momento para tener un hijo”, a pesar de las cuales había cinco o seis embarazadas cada año en cursos superiores, nos enseñaba normas de urbanidad y protocolo, cómo vestirse bien, organizaba meriendas en las que debíamos traer algo hecho por nosotras –a mí , que tenía que elaborar un plato con el resto de internas, sólo me dijo “Ya sé quién va a contemplar”- y con la excusa de enseñarnos lo que era la Bolsa , nos hizo ver “Armas de mujer” de Mike Nichols e intentó hacernos ver que el comportamiento de Melanie Griffith en esa película, que no deja de ser una comedia intrascendente y eficaz, no muy conectada con la realidad, era lícito, incluso nos lo ponía de ejemplo, aunque nos hacía pasar las escenas de sexo, por si pasaba la monja, que no se quería meter en líos…

Y esta fue la persona que cuando la clase en pleno pidió ir a ver qué era eso del Club, no quiso porque era peligrosa…pero no contaban con mi espíritu rebelde en ciernes y un cine de verano que teníamos en el pueblo: nunca estuvo tan lleno como en la ocasión en la que se proyectó esta película. Luego vi quiénes eran las peligrosas, y empecé a pensar y actuar en consecuencia, aunque no sé si sería más bien por hartazgo y por evolución natural, considero que fue una influencia decisiva en la consecución de una muy necesaria rebelión contra lo establecido, aunque ignorase aún todo lo que me quedaba por andar.

La otra tarde, por motivos que se van a explicar en un próximo post que publicaré en breve, intenté repetir esa misma noche de estío sentada en aquella silla de hierro típica de los cafés, oculta entre el silencio emocionado de los demás y las hojas de la planta que crecía en un rincón del antiguo salón de baile de los años veinte al aire libre que hacía las veces de cine, ya que llegué tarde y tuve que sentarme bajo ella, delante del todo.
Adelanto ya que una vez más, no me ha decepcionado, ya que dejo pasar años entre las revisiones de algunas películas que me resultan duras y difíciles de ver, por todos los recuerdos y sentimientos que afloran a la superficie, tales como esta y por ejemplo, “Eduardo Manostijeras” de Tim Burton. Pero me gustan tanto que vale la pena ese pequeño sufrimiento.

Ese mismo año vería “Twin Peaks” y empezaría a interesarme más en serio por el cine, recuerdo que leyendo la Fotogramas, a la que aún ni escribía cartas ni había empezado a cuestionar, no estuve de acuerdo ni con Mr. Belvedere ni con el Sobrino, que la consideraban falsa y manipuladora, un concepto que sigue sin convencerme, lo veo como un recurso válido y no como una trampa para forzar a nadie a sentir algo concreto, aparte de lo triste que me parece que a alguien le parezca que le han obligado a emocionarse, ni que se avergonzaran de ello. La crítica del malogrado José Luis Guarner, un ejemplo de crítico de otra generación de miras amplias, era un poquito más benévola y hablaba de aprendices de brujo y la visión ajena del australiano de un entorno netamente anglosajón, con todo lo que ello conlleva.


Otro tema es que Peter Weir me parece un director sobrio y enigmático, cuya inteligencia y personalidad –si bien de una forma discreta, un tanto subterránea- quedan patentes en cada una de sus obras, aún las menores, como “Matrimonio de conveniencia” o “Sin miedo a la vida”; ya no hablemos de “Único testigo”, que es irresistible, o “El show de Truman”, casi una premonición de lo que es la televisión actual y con ese momento estremecedor de rara poesía, en la que el pobre Truman Burbank toca literalmente los límites de su mundo tras su último percance artificial : escenas memorables de ese calibre abundan precisamente en esta película, que quizá podría recordar a “La costa de los mosquitos” en su cuento del soñador que arrastra a otros sin pensar mucho en las consecuencias, que también pueden ser malas, precisamente porque no dependen solamente de él.


Desde esa primera extravagancia de John Keating, sacando a sus alumnos al pasillo para hablarles del Carpe Diem, para decirles que hagan de sus vidas algo extraordinario –una frase apuntada mil veces en todas mis carpetas de instituto- uno cae en una catártica sucesión de aparentes revelaciones, que luego se convertirían en materia de reflexión y/o en frenético intercambio de poemas. Me pasé años buscando el célebre Oh Capitán de Walt Whitman, para enterarme de que era un homenaje póstumo al presidente Lincoln. He de decir que hubiera preferido la presencia de otros poetas aparte de éste, aunque esta vez reconocí uno de mis sonetos favoritos de Shakespeare en boca del ligón de Nuwanda; he de decir que esa fea costumbre masculina de suponerle a una tan poca cultura siempre me ha molestado, si bien no tengo nada en contra de quién dedica poesías, siempre que sea citando el autor.

Aparte del evidente señor Keating, en esta película son muy importantes los personajes, los alumnos de la academia Welton con los que tantos jóvenes de los noventa se identificarían: en mi caso personal, siento especial simpatía por Todd Anderson –a Ethan Hawke considero que los años le han sentado bien- y por claro está, el suicida Neil Perry, encarnado por el frágil y monísimo Robert Sean Leonard, protagonizando ese angustioso y poético suicidio, con el médico a su pesar aún ataviado con su corona de Puck, bajando las escaleras hacia su particular Infierno, por escapar de otro. Sigo pensando que podría haber tenido más paciencia, o que en una película más amable se escaparía por la ventana y acabaría triunfando en Broadway, pero eso es lo que pasa cuando alguien no consigue ver una salida.
Otra escena que me gusta mucho, protagonizada por ambos personajes, es la del cumpleaños de Todd, en el que hacen volar el juego de escritorio que le han regalado sus padres, exactamente igual al del año anterior, expresando el contraste entre la indiferencia de unos y el excesivo marcaje de los otros: creo que nunca perdonaré al señor Perry, sigo sin sentir la más mínima compasión por un hombre incapaz de aceptar su responsabilidad en la muerte de su hijo, llegando hasta el extremo de permitir que se la carguen a otro. Tiene gracia que Kurtwood Smith, el actor que le interpretaba en la película, hizo de un ex-profesor de Mulder fascinado por las gárgolas en un episodio de “Expediente X”, y en cuánto le vi supe que las cosas no podían acabar bien…y no me equivocaba.

Otros alumnos que me resultan entrañables tanto o más que en su día, son Knox Overstreet, en su alocada carrera en pos de la animadora del instituto que sale con un neandertal y su antítesis, Charlie Dalton “Nuwanda”, el aspirante a perejil de todas las salsas que a veces acierta y a veces no, ganándose la amonestación del propio Keating, que trata de enseñarle a rebelarse con sentido de la oportunidad y de la medida: es curioso que en su papel en las reuniones clandestinas del renovado Club de los Poetas Muertos se asemeja a un tímido intento de beatnik, por esa costumbre de combinar música y poemas , y escribir uno en la parte trasera de un poster de la Playboy.
Aunque Meeks y Pitts no destacan mucho, tras verles fabricando una radio y marcándose ese bailecito en la azotea, creo que sólo les hubiesen faltado unos cómics para ser la representación friki: hoy en día serían los protagonistas de la película, aunque, no nos engañemos, una parte importante de los niñatos de ahora nos decepcionaría identificándose con el chivato de Cameron y pensando que el esforzado Keating es tan plasta como Evans-Pritchard y su sistema numérico para medir la poesía. Espero que esa aberración sea falsa, por cierto.

En cuánto al profesor, la figura central de la historia, aunque se mantenga curiosamente al margen en muchas escenas y sólo aparezca a través de su influencia en el grupo de chicos en otras tantas, es mi favorito en la ficción, y en modo alguno consideraría un profesor así perjudicial para el alumnado: es más, considero que el mayor peligro lo corre él, por la posibilidad de que se utilicen desafortunadas tragedias como la de la película para usarle como cabeza de turco, y de paso librarse de él. Es la parte más tristemente real de la obra, esa instrumentalización de lo distinto para justificar desgracias que sobre todo provenían y provienen de una autoridad mal entendida y peor aplicada.
Creo que todos hemos vivido episodios de esta índole en trabajos y facultades, por desgracia, aunque aquí faltan las miserias y fallos del profesor, que no llegan a verse porque a Keating le dura el puesto menos que a Kennedy.
He conocido un par de profesores así, uno mejor que otro: el primero ,de literatura catalana, acabó por dejar la enseñanza y meterse a ayudante de notario, desilusionado ante la zafiedad de las nuevas generaciones, y el segundo, tenía fallitos tales como intentar que fuera a ver “Azul” de Kieslowski con él, a punto de casarse y teniendo veinte años más que yo, porque le interesaba mi opinión. Ya.
Creo que este último se había visto el filme, porque en su última clase de filosofía nos dijo que olvidáramos lo que habíamos aprendido y que pensáramos por nosotros mismos. Me entraron ganas de despedirme y decirle algo, pero pensé que lo malinterpretaría, ya que por decir que me gustaba Salinger me dijo que nos podíamos casar, delante del resto de alumnos. Un poco cabrón el hombre, sin duda.

Sin duda, lo mejor es el final, uno de los mejores que he visto: con el fondo de gaitas escocesas a toda pastilla, el timidillo de Anderson se encarama a su mesa y profiere el mítico Oh Capitán mi capitán, siendo seguido por casi toda la clase, a pesar de los gritos de Mr. Nolan, ese equivalente americano de la típica monja española amargada al que seguiré odiando por toda la eternidad.

Sigo pensando que jamás me hubiera dado cuenta de cómo y cuánto me estaban mintiendo si no fuera por esta película, si no la hubiese visto, no sería quién soy, aunque no sea el único factor.

Posted by xisca at February 13, 2005 1:04 PM
Comments

Probando el nuevo sistema de códigos para los comentarios...

Posted by: Xisca on February 18, 2005 10:55 PM

LO UNICO QUE PUEDO DECIR ES QUE LA PELICULA ME PARECIO EXCELENTISIMA Y ME GUSTARIA TENERLA COMO POSESION MIA.
PERO LAMENTABLEMENTE NO TENGO COMO COMPRARLA

Posted by: DANIEL EDUARDO MORENO JIMENEZ on April 25, 2005 6:09 AM
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